
En cada una habĆa un animal, siendo estas dos liebres y dos perros.
A una señal previamente establecida, uno de los criados abrió la puerta de una de las jaulas y una pequeña liebre, salió a correr, espantada.
Luego, el otro criado abrió la jaula en que estaba el perro y éste salió en desesperada carrera a la captura de la liebre.
La alcanzó con destreza, destrozÔndola rÔpidamente.
La escena fue dantesca y golpeó a todos.
Una gran conmoción tomó cuenta de la asamblea y los corazones parecĆan saltar del pecho.
Nadie conseguĆa entender lo que Licurgo deseaba con tal agresión.
Volvió a repetir la señal establecida y la otra liebre fue libertada.
A seguir, el otro perro.
El pĆŗblico apenas contenĆa la respiración.
Algunos mĆ”s sensibles, llevaron las manos a los ojos para no ver la repetición de la muerte bĆ”rbara del indefenso animalito que corrĆa.
En el primer instante, el perro embistió contra la liebre.
Sin embargo, en vez de destrozarla la tocó con la pata y ella cayó.
Luego se irguió y se puso a jugar.
Para sorpresa de todos, los dos demostraron tranquila convivencia, saltando de un lado para otro.
Entonces, Licurgo habló:
SeƱores, acabĆ”is de presenciar una demostración de lo que puede la educación. De la misma matriz, fueron alimentadas igualmente y recibieron los mismos cuidados. AsĆ, igualmente, los perros.
La diferencia entre ellos reside, simplemente, en la educación.
La educación, basada en una concepción de la vida, transformarĆa la cara del mundo.
Debemos educar a nuestros hijos, esclarecer su inteligencia, pero, ante todo, debemos hablar a sus corazones, enseƱƔndoles a despojarse de sus imperfecciones.
Recordemos que la sabidurĆa consiste en volvernos mejores.
El verbo educar es originario del latĆn y quiere decir extraer de dentro.
Por lo tanto, la educación no se constituye en mero establecimiento de informaciones, pero si en trabajar las potencialidades interiores del ser, a fin de que florezcan, a semejanza de bella y perfumada flor.
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