Eva Eros
El mensaje de Violeta
Rodolfo Herrera Charolet
En una banqueta de
Sullivan, una mujer de pie sobre sus zapatillas de altísimos tacones, se
aproxima al coche de un conductor que no aparta su mirada en ella. La mujer a
quien conocen como Violeta, se acerca al vidrio para ofrecerle placer del cual
no se arrepentirá. Sin embargo fue un pretexto para dejar caer dentro del auto
un papelito doblado que sacó ágilmente por arriba de sus senos y lo miró a los
ojos con el mismo miedo y súplica que lo haría un condenado y que al mismo
tiempo se juega la vida. El hombre entendió el mensaje.
--- ¡No gracias! --- ¿Me puede decir
cómo llegó al monumento a la madre?
Ella se incorporó y le
indicó hacia donde doblar para llegar al sitio.
El conductor siguió su
marcha y tan pronto la mujer se había perdido entre los cientos de chicas que
se prostituyen en la calle, tomó el papel que había quedado entre sus piernas:
---“Me obligan a prostituirme, me vigilan.”--- El mensaje incluía un
número telefónico.
Violeta era una
chiquilla de escasos diecisiete años de un pueblo de Sinaloa, en donde fue
enganchada, para condenarse al mundo de las putas. Tomó su nombre de las flores
que su madre cuidaba con tanto esmero, antes que la ejecutaran junto a su
marido, quedándose al cuidado de su tía, desde aquel día que se había salvado
de la matanza y hasta antes de caer entre las garras de los padrotes modernos;
seducida, ultrajada y explotada, fue trasladada a la ciudad de México, para
ejercer la prostitución como cualquiera de las esclavas de Sullivan.
Días después de que el
conductor recibió el papel, hizo contacto vía telefónica, para percatarse que
entre gritos desgarradores le contestó la voz de un hombre. Titubeo y sin
pensarlo pronunció el primer nombre que le vino a la cabeza.
--- ¡Por favor con el doctor
Fernández!
---¡Está equivocado! --- Contestó el hombre y colgó.
Entonces decidió establecer
contacto con las autoridades a quienes relató la corta historia de Violeta.
Días después, el hombre fue buscado por agentes ministeriales para comparecer
dentro de un caso de homicidio. El cadáver de un femenino (como se dice en el
medio policíaco), que entre sus ropas le fue encontrado un teléfono celular, el
mismo número asignado que él había aportado en su denuncia. Se ofreció en
identificar a la mujer y que según las indagatorias había muerto el mismo día
que había hecho la llamada. Su número telefónico aparecía en el buzón de
recibidos.
El cadáver tenía la cara
amoratada por una intensa golpiza pero no fue obstáculo para que el samaritano
la identificara, quien recordó sus ojos suplicantes y a la vez temerosos cuando
le pidieron ayuda. Era la misma, con la misma ropa con las mismas piernas
flacas y los mismos senos de silicona de los que había salido el mensaje. Pero
no pudo salvarla, ni evitar su tragedia. Había muerto y pasado a formar parte
de las estadísticas, de las mujeres ultrajadas, violentadas y asesinadas. En
donde el polvo y la identidad de los homicidas se pierden en la danza frenética
de la vida en ciudades con autoridades de miseria.
No hay peor enfermedad que la
impunidad