La historia no contada de un sacrificio político
Metida en la arena movediza de las denuncias públicas, en la selva digital de las redes sociales y en la trinchera constante de los tribunales, Cecilia parecía —paradójicamente— feliz. Señalaba, demandaba, acusaba sin tregua. Y en ese ímpetu desafiante, fue ganando enemigos. Muchos. Más de los que una vida podía sostener.
Perdió primero la mayoría, luego la tribuna y finalmente la vida.
¿Quién la mandó asesinar? Esa es la pregunta que flota como humo espeso entre los muros del poder. Las versiones oficiales ya tienen su culpable: un "autor intelectual" que les resulta cómodo. Alguien que, curiosamente, cargó con todos los pecados sin que el sistema tiemble. Sin pruebas que convenzan. Sin móvil claro. Sin justicia real.
Conocí a Javier López Zavala. Sé de su carácter, de su rigor, de su palabra empeñada. No era un santo, pero tampoco un verdugo. Lo vi actuar con honor cuando muchos sólo veían la oportunidad. Hoy lo señalan como el "chivo expiatorio", el rostro perfecto para cerrar un expediente que huele a venganza y no a verdad.
Los hilos, como siempre, se mueven desde la sombra. Quien dio la orden —si es que hubo tal— permanece ahí, intacto, intocable, a salvo bajo el manto de la impunidad y el silencio institucional.
Porque esta no es una historia de justicia, sino de conveniencias. De pactos invisibles. De traiciones con corbata. El crimen de Cecilia Monzón se convirtió en una bandera, una consigna, una narrativa cómoda para enterrar otras verdades.
Y en esa historia escrita por los vencedores, Zavala es el villano que sobrevive… pero encerrado. Mientras los verdaderos autores —si los hay— caminan libres. La perfidia, como siempre, queda fuera del expediente judicial.
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