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Violencia familiar en Puebla: un crimen “normalizado” que no conoce tregua

Violencia familiar en Puebla: un crimen “normalizado” que no conoce tregua


Por José Herrera 

En Puebla, la violencia familiar se convirtió en una estadística rutinaria. Dos ingresos hospitalarios diarios por agresiones en el seno del hogar ya no escandalizan a nadie. La costumbre ha hecho de este delito una sombra que recorre las casas como si fuera parte del mobiliario. Se vive, se respira, se hereda. Y lo peor: se justifica.

El Código Penal del Estado es claro. Establece penas de dos a ocho años de prisión para quien violente física, moral o patrimonialmente a un familiar. Las sanciones se agravan si la víctima es un menor de edad, un adulto mayor, una mujer embarazada o una persona con discapacidad. Se imponen multas que alcanzan los 21 mil 714 pesos, se pierde la patria potestad, los derechos hereditarios y alimentarios. Todo eso suena contundente… en el papel.

En la realidad, la impunidad y la indiferencia son más severas que cualquier castigo estipulado por la ley.

La violencia doméstica no respeta horario ni nivel socioeconómico. Sucede en las casonas del centro histórico y en las viviendas improvisadas del sur poniente. Se oculta entre los muros, se silencia con el argumento de “la ropa sucia se lava en casa”. Muchas veces es la propia familia la que obliga a callar, que persuade a la víctima de no denunciar para no “destruir” la unión familiar.

Según datos revelados por Multimedios Puebla, el promedio de dos víctimas diarias hospitalizadas por violencia familiar no refleja la dimensión completa del problema. Es apenas la punta de un iceberg que se mantiene sumergido por miedo, dependencia económica y una cultura profundamente machista.

La académica Giovana Gaytán Ceja, psicóloga de la Universidad Iberoamericana, da en el clavo: la violencia familiar se ha “normalizado”. No como un discurso público, sino como una práctica privada. Las mujeres, al no contar con redes de apoyo ni con ingresos propios, terminan por resignarse a una existencia donde ser golpeadas, humilladas o amenazadas se convierte en el pan de cada día. Aprenden, a la fuerza, lo que la psicología llama “indefensión aprendida”. Lo que deberían denunciar, lo terminan asumiendo como inevitable.

¿Y qué hacen las autoridades? Poco o nada. Las campañas de prevención son superficiales, ineficaces. La atención a víctimas, burocrática y lenta. Se denuncia, sí, pero también se revictimiza. La justicia, como en tantos otros delitos en Puebla, es reactiva cuando no selectiva.

Hay un círculo vicioso que se repite generación tras generación. Los niños y niñas que crecen en ambientes violentos terminan creyendo que esa es la norma. Que amar es gritar, que educar es golpear, que corregir es castigar. Y así, lo que empieza como un empujón termina muchas veces en un feminicidio.

El Estado mexicano, y Puebla en particular, tienen una deuda pendiente: proteger verdaderamente a quienes viven en el infierno de su propio hogar. Tipificar la violencia familiar como delito que se persigue de oficio es un avance jurídico, sí. Pero la letra sin voluntad política ni acompañamiento institucional es letra muerta.

En un país donde la violencia se respira desde la cuna, esperar que las víctimas denuncien sin redes de apoyo, sin refugios seguros y sin justicia pronta, es casi una forma más de violencia.

Las cifras ya las conocemos. Lo que no conocemos, porque no se dice, es el rostro de las mujeres que siguen esperando que alguien las escuche. Y que, por ahora, lo único que reciben es el eco de su propio silencio.

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