El pensamiento recurrente: ese cabrón que no se va
Por Carlos Charis (pero bien podría ser cualquiera de nosotros)
Hay mañanas en que uno no se despierta: es despertado. No por el reloj, no por el sol, no por el perro. Te despierta esa voz muda, ese martilleo interno que te dice: “¿Te acuerdas de aquello que hiciste hace tres años? Pues yo sí. Y vine a recordártelo todo el día”.
A ese fantasma lo han bautizado con muchos nombres: pensamiento intrusivo, rumiación, ansiedad anticipatoria. Yo le llamo el visitante que no se va. Se sienta contigo al café, te acompaña al trabajo, te observa desde el fondo de la copa. A veces ni habla, pero su sola presencia jode.
Una imagen que vi hace poco lo resume todo: un tipo enorme, sombrío, dándole la mano a una mujer diminuta. “Buenos días —le dice—. Soy un pensamiento recurrente y estaré con usted todo el día”. La escena parece chiste, pero no lo es. Es lo más honesto que he visto sobre el tema.
Pensar está sobrevalorado
A muchos nos enseñaron que pensar mucho es de gente inteligente. Mentira. Pensar demasiado puede dejarte frito. Darle vueltas a lo mismo no te hace sabio, te hace esclavo.
Los neurólogos le llaman “la red neuronal por defecto”, que es como decir: tu cerebro, cuando no tiene nada que hacer, se pone a recordar cagadas del pasado o a inventarse desgracias del futuro. Y ahí estás tú, sobrio, con buena voluntad, pero enredado en un pensamiento que te dice que no sirves, que no hiciste lo suficiente, que todo se va al carajo.
Lo peor no es que pienses eso. Lo peor es que lo creas.
La mente como prisión sin barrotes
La doctora Susan Nolen-Hoeksema —una mujer que estudió esto con más disciplina que la que yo he tenido para lavarme los dientes— descubrió que estos pensamientos repetitivos no solo son parte de la depresión. Son su gasolina.
Son como una canción triste que nadie pidió, sonando en loop todo el maldito día.
No es que estés loco. Es que estás atrapado. Y tu cárcel tiene forma de pensamiento.
Terapias, budismo y otros intentos de escape
Dicen que hay salidas. Terapia cognitivo-conductual, mindfulness, aceptación y compromiso. Son nombres largos para cosas bastante humanas: aprende a ver lo que piensas sin tomártelo tan en serio. Suena fácil. No lo es. Pero tampoco es imposible.
He probado algunas. A veces funcionan. A veces no. Pero ayudan más que el cinismo y el alcohol. Y eso ya es mucho decir.
El truco sucio de la mente
Lo más jodido del pensamiento recurrente es que no grita, susurra. No entra como enemigo. Entra como amigo. Te dice: “Estoy aquí para ayudarte, para que no vuelvas a cometer errores”. Y cuando te das cuenta, ya te tiene agarrado por el cuello.
La imagen del tipo con la llave en la espalda me gustó. Sugiere que ese pensamiento no eres tú: es un mecanismo, algo que aprendiste sin saber, algo que se activa solo, como un reloj de cuerda. Y eso, aunque jode, también libera: si no eres tú, puedes aprender a no obedecerlo.
Conclusión sin moraleja
No voy a decirte que lo superes. Ni que pienses positivo. Solo esto: estás menos solo de lo que crees.
La mayoría de nosotros camina con esos visitantes mentales a cuestas. Algunos los disimulan mejor. Otros los dibujan, los escriben, los vomitan en canciones. Hay formas de convivir con ellos sin que te arrastren.
No se trata de expulsarlos. Se trata de no dejarles las llaves de la casa.
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