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Mil Cien Millones y Ni un Maldito Papel

 

Mil Cien Millones y Ni un Maldito Papel


No es un cuento de terror ni capítulo de mi novela

Rodolfo Herrera Charolet

El siete de mayo la ciudad estaba caliente, sofocante, pero no por el sol, no —el otro calor —. El de la impunidad, el descaro, la corrupción. El que emana de expedientes enterrados entre el polvo del olvido y de la indiferencia. De funcionarios que huelen a pólvora burocrática, de los sótanos en donde se guardan los pecados entre folios, firmas y sellos oficiales.

La ciudad de Puebla, la heroica, la antigua, la ciudad trazada por ángeles, hoy es una dama sucia vestida de catedral, con sus faldas manchadas de la sangre seca de los seres ejecutados cada día y de los contratos con el diablo sin firma.

Y ahí desde el asiento del poder, el alcalde, que, en oferta de la semana, como un prestigiado empresario, anunció el empaque de promoción a la cárcel para quien le antecedió en la silla caliente. Frente al micrófono, como quien entra a una cantina donde te miran todos con rencor y recelo.

¿Qué carajos nos va a decir ahora? Se dijeron para sus adentros. Pero el anunció despejó sus dudas. Una bomba, un hecho digno de elogio. Un mandato que se le pidió y lo ejecutó. Como el verdugo que afila la cuchilla antes de cortar la cabeza al condenado.

—Faltan mil cien millones de pesos. Y nadie sabe nada. No hay papel. No hay obra.

Dijo eso como si no fuera una sentencia de muerte, como si al otro lado de la balanza no estuvieran las colonias con el agua podrida y la gente comprando frijoles a crédito, en donde los baches eternos siempre se facturan.

Detrás del espectáculo, en los pasillos alfombrados del Ayuntamiento, la Tesorería firmó la denuncia como quien empuja un cadáver al río o como el malora que al transeúnte el pie mete.

Adiós, Lalo. Que la Fiscalía te bendiga.

El ex presidente, el hombre de las campañas de sonrisas y chamarras azules, el aspirante a gobernador, fallido en su intento, menospreciado por los votantes, había dejado tras de sí una ciudad maquillada a golpes publicitarios a expensas del presupuesto. Pero ahora que se le quitó el rubor, como un payaso bajo la lluvia, quedaron los huesos y los huecos en la tesorería, los gusanos que carcomieron las entrañas de su gobierno.

Los papeles no estaban.

Los contratos tampoco.

Las obras inexistentes.

El despilfarro evidente.

Y la cuenta pública del 23 era un poema con versos malditos lleno de tachaduras, de remiendos, de plagios y falsedades.

Pero esto no era solo un desfalco.

Era un crimen ritual, que se repetía, desde que, por primera vez fue alcalde.

Una ofrenda más al altar de la impunidad.

Porque en esta ciudad —como en todos los pueblos malditos de México, es como la materia— el dinero no se crea ni desaparece: se transforma en riqueza privada de los ex funcionarios o empresarios a modo.

Se transforma en camionetas blindadas, mansiones en Lomas, departamentos en Cancún, campaña anticipada o simplemente viajes a Europa para esposa o amantes. Incluyendo parentela.

Se transforma en silencio, en miedo, en complicidad para carpeta archivada.

Se transforma en madres sin médico en los centros de salud, en baches abiertos, en colonias abandonadas en donde no llegan turistas, en carencias urbanas que asemejan úlceras en el pavimento, en niños con juguetes, pero sin calzado. En ejércitos de pedigüeños, limpia parabrisas y actores urbanos en cada esquina.

Se vuelve rabia.

¿Y Lalo?

Lalo, el de la sonrisa platinada, el de los spots de “gobierno cercano”, ahora era humo.

Una sombra bien vestida.

Un hombre que tal vez ya ni viva aquí, que ya duerma en otra ciudad, otra casa, otro cuerpo. Con pasaporte preparado para huir al extranjero y evitar ver su fotografía con cinta negra en los ojos.

—“Nosotros vamos a entregar lo que nos entregaron”, dijo el alcalde.

Y eso era todo.

Un eco.

Una frase hueca, como el cerebro de los burócratas que escriben los informes para no leerlos.

Como la ciudad misma: una casa sin puertas, una catedral con las entrañas podridas y las campanas rotas.

Allá, en la Fiscalía, ya habían recibido la denuncia.

Y como siempre, la pusieron en la pila.

Entre un feminicidio sin resolver y un expediente de narcomenudeo.

Todo apilado, todo perdido.

Porque en este país —como dice Fernanda— la justicia es una mujer sin cara.

Y sin dientes, agregando yo que también es coja y manca.

En los bares de Cholula, en la 14 en donde decenas de antros se han instalado en la ciudad cantina, ya se comentaba bajito, como rumor de último momento.

Y como lo canta la Sonora Santanera: En la Angelópolis lo conocen como un magnífico tranza, anda muy bien vestidito que parece hombre de bien, todos lo conocen por Lalito, porque baila reguetón. Robas tú, robo yo.

Es la corrupción, es la boa que engulle.

Es el ritmo que todos los políticos bailan.

Los meseros lo saben, los periodistas lo saben, las putas de la 14 — pero de Puebla —también lo saben:

Ese dinero ya no existe.

Fue incinerado, lavado, refundido en la cuenta bancaria de otro nombre.

Ahora vive como empresa fachada, como casa de retiro, como asesoría “independiente” como actualización de “sistemas electrónicos”, como “Ayudas Sociales” o como “renta de sillas y carpas para eventos”

Puebla ya se acostumbró.

Aprendió a vivir con las manos en los bolsillos y el cuchillo en la garganta. El delincuente que desde lo público hace el negocio privado. Se enriquece con millones de pesos a costa de la ignorancia o indiferencia del pueblo. Que ahora calla, traga o vota por el menos peor.

A brindar por los ladrones, porque al menos —al menos— no les quitan el internet y regalan despensas a las madres solteras y juguetes a sus hijos.

Y así seguimos.

Con los mil cien millones flotando como cadáveres en un río que nunca baja limpio y que traga todo lo que arrojan.

Con la ciudad en llamas suaves, pero con calor intensó que tizna los huesos.

Y los culpables, siempre, del otro lado del cristal o con tenis para correr, cuando la justicia lenta como tortuga pretenda darles alcance.

¿O no lo cree usted?

 

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