Muerte en horno lento: el panadero de Tlachichuca que murió en silencio.
Por José Herrera
En Tlachichuca, donde la vida camina al ritmo de la neblina y el pan se cuece todavÃa en horno de leña, el amanecer del 30 de junio llegó con el sabor amargo de la muerte. José —asà lo llamaban todos— era panadero. No tenÃa apellidos rimbombantes ni aspiraciones polÃticas. TenÃa harina en las manos, madrugadas sin descanso y una clientela fiel que lo conocÃa más por el aroma de sus bolillos que por su nombre completo. Esa mañana, lo encontraron muerto en su domicilio, en la colonia Edmundo Cabañas. Solo. Silencioso. Irreparable.
El reporte llegó temprano. Vecinos preocupados por su ausencia, por la falta del saludo cotidiano, por el portón cerrado a deshora. Protección Civil acudió y confirmó lo que nadie querÃa decir: José ya no respiraba. Lo demás vino después: la PolicÃa Municipal, la Estatal, el Ejército Mexicano —sÃ, el Ejército— y la FiscalÃa General del Estado. Como si la muerte de un panadero, en un rincón olvidado de Puebla, necesitara ahora un operativo militar.
Pan y circo, sin justicia
Hasta el cierre de esta edición, ninguna autoridad ha explicado cómo murió José. No hay parte oficial, no hay informe médico, no hay declaración fiscal. Hay, eso sÃ, hermetismo. El tipo de hermetismo que en este paÃs siempre huele a encubrimiento o a negligencia.
¿Tuvo una muerte natural? ¿Fue vÃctima de un crimen? ¿Se quitó la vida? Nadie lo dice. Nadie se atreve. El silencio oficial contrasta con la consternación del pueblo, que, a diferencia del Estado, sà sabe quién era José: un hombre trabajador, respetado, noble. No era un delincuente. No era un polÃtico. No debÃa nada a nadie. Solo era panadero. Y eso, en estos tiempos, es casi un acto de resistencia.
Una muerte sin dolientes oficiales
Tlachichuca no suele ser noticia. Apenas y se escucha su nombre en la radio o los portales. Solo cuando muere alguien. Solo cuando los muertos obligan a escribir. Pero detrás del cadáver de José hay algo más que una nota roja: hay una estructura social podrida, donde los oficios humildes no valen ni una conferencia de prensa. Donde el panadero que lleva años alimentando a su barrio no merece ni un tuit de condolencias del presidente municipal.
Porque José murió como vivió: en la periferia. Lejos del poder, lejos de las cámaras, lejos de los reflectores. Su domicilio, ahora acordonado, guarda el calor ausente de un horno apagado. Afuera, la comunidad mira con rabia contenida, con miedo, con resignación. Porque saben que si le pasó a José, podrÃa pasarle a cualquiera. Y nadie moverÃa un dedo.
Cuando la muerte es rutina
La presencia del Ejército en una escena de muerte común en un pueblo pequeño habla más del estado de paranoia institucional que de una estrategia eficaz. Se responde con soldados donde deberÃa haber médicos, psicólogos, trabajadores sociales. Se pone un uniforme armado donde se necesita humanidad.
Mientras la FiscalÃa dice que “investiga” y los medios repiten comunicados huecos, la comunidad de Tlachichuca queda con las preguntas flotando entre el humo de las panaderÃas: ¿Por qué murió José? ¿Qué sabemos de nuestros vecinos? ¿Quién cuida a los que madrugan para darnos pan?
La muerte de José no deberÃa ser solo una estadÃstica más. DeberÃa ser una advertencia. Porque en un paÃs donde el panadero puede morir solo y nadie lo explica, todos estamos en peligro. Porque cuando el horno se apaga, lo que queda es un pueblo frÃo, seco y sin respuestas.
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