En un país donde los programas sociales son, en teoría, el rostro más visible del bienestar, en Ahuazotepec se han convertido en una herramienta de presión y castigo político. Así lo denunció públicamente Juan Pedro Romero Muñoz, quien hasta marzo de 2025 se desempeñaba como Servidor de la Nación en ese municipio.
Romero fue forzosamente reubicado a Teziutlán, según sus propias declaraciones, como represalia por haber expuesto un esquema de corrupción operado desde el Ayuntamiento de Ahuazotepec, con vínculos directos a Chignahuapan, bastión político del priista y exalcalde Lorenzo Rivera Sosa.
El denunciante aseguró que desde la oficina del presidente municipal, Alfredo Ramírez Hernández, se ejercían presiones indebidas sobre directivos de escuelas, clínicas y comités comunitarios para que contrataran servicios y compraran insumos a empresas vinculadas a una red de prestanombres. Esta red, dijo, se habría conformado para desviar recursos destinados a programas de desarrollo y apoyo social.
El castigo por hablar
Lejos de abrir una investigación, las autoridades federales optaron por trasladar al denunciante. A diferencia de los protocolos de protección a denunciantes de actos de corrupción, lo que ocurrió fue un mensaje claro: quien delata, se va.
El traslado de Juan Pedro Romero fue una forma institucional de silenciarlo sin hacer ruido. Lo removieron del foco del problema, en lugar de remover el problema. Una forma elegante —pero profundamente corrupta— de mantener intacta la maquinaria clientelar local.
El silencio cómplice de las delegaciones federales en Puebla frente a este caso confirma que los programas sociales siguen siendo botín electoral y económico, más aún en regiones donde la vigilancia del centro se difumina.
El fantasma de Chignahuapan
La mención constante de Chignahuapan como centro de operaciones políticas, no es fortuita. Lorenzo Rivera Sosa, exalcalde y figura con peso regional, ha sido mencionado en más de un caso por intervencionismo en municipios vecinos, operando redes de influencia que, si bien no aparecen en papel, marcan la agenda política real.
En la reunión donde Viviana Fernández denunció violencia política, Rivera Sosa apareció —sin cargo ni convocatoria— como “mediador”. En la red de proveedores impuesta a clínicas y escuelas de Ahuazotepec, su nombre también circula en voz baja. El poder no siempre necesita cargo. A veces basta con la sombra.
Lo que queda claro es que en Ahuazotepec, la política social no responde a criterios de necesidad, sino de obediencia. Quien se alinea, recibe. Quien cuestiona, es marginado. Y quien denuncia, como Juan Pedro Romero, es exiliado administrativamente.
En este municipio, el combate a la pobreza se ha transformado en un negocio. Y la justicia social, en un simulacro donde los que menos tienen solo cuentan si sirven como ficha electoral o cuota de poder.
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