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El rumano que impone las manos (y las esperanzas) en el Paseo Bravo

El rumano que impone las manos (y las esperanzas) en el Paseo Bravo

Por Carlos Charis
31 de mayo de 2025

Al principio parecía un chiste.
Un tipo con nombre de vampiro—Mircea Gabriel—instalando su trono invisible en medio del Paseo Bravo, rodeado de mendigos, danzantes, estudiantes quebrados y viejos que ya no saben a qué iglesia pertenecer.
Nadie pensó que duraría.
Pero ahí sigue. Como si le hubieran prometido que el mundo se salva un cuerpo a la vez.

Lo ves desde lejos. Alto, delgado, con mirada de loco bueno. Camina como si el suelo le pidiera permiso. Extiende las manos y la gente cierra los ojos. Algunos lloran. Otros tiemblan. Los más escépticos miran de reojo, pero se quedan. Por si acaso.

No hay templo. No hay incienso. Solo un parque sucio y glorioso, donde antes los homosexuales de los 80 vendían caricias rápidas y ahora se venden ilusiones más lentas.

El nuevo Paseo Bravo

Si uno camina por ahí con los oídos abiertos y el alma apenas entornada, escucha los latidos nerviosos del fracaso colectivo. Ahí los curanderos ya son más que los músicos, más que los vendedores de frituras, más que los predicadores del fin del mundo.

El Paseo Bravo ya no es un parque, es un síntoma.
Un centro de peregrinación para quienes no encuentran doctor ni Dios ni psiquiatra. Para los que tienen miedo de morir, pero también miedo de seguir.

Mircea no cobra, pero acepta ofrendas.
Unos le dejan monedas. Otros, gallinas imaginarias.
La mayoría se va sin dejar nada, excepto una sombra menos en la espalda.

Lo curioso es que no habla mucho.
El curandero rumano se limita a mirar.
Y en esa mirada, la gente cree que hay respuestas. O al menos, el permiso de romperse un poco más.

Los milagros son discretos

Nadie sabe exactamente qué hace Mircea.
Canaliza energía”, dicen.
Es un ángel disfrazado de extranjero”, dicen otros.
Los más poéticos aseguran que escucha a los espíritus de los árboles del Paseo Bravo, y que cuando impone las manos, no sana el cuerpo, sino los errores.

Puede ser.
En un mundo donde el IMSS te da cita para dentro de seis meses y el psicólogo privado cobra lo que vale un refrigerador, sentarte frente a un tipo que te escucha sin juzgar ya es una forma de curación.

El rumor creció.
La fila también.
Y llegó un punto donde Mircea ya no se daba abasto.

Y entonces llegó Liza

Una curandera poblana, joven y serena, llegó con su agua diamantina, con sus estudios de medicina alternativa y su voluntad de no estorbar.
Se sentó a unas bancas de distancia.
No lo vio como competencia, sino como reflujo espiritual.
Dos manos sanan mejor que una.

Ahora el Paseo Bravo tiene dos focos de esperanza. Uno con acento balcánico y otro con agua mágica. Y alrededor, una ciudad que sangra en silencio.

Final sin moraleja

No hay que creer en todo esto.
Ni tampoco reírse.
El Paseo Bravo es un espejo roto donde todos nos reflejamos alguna vez.
Con suerte, salimos caminando.
Con menos suerte, nos sentamos frente a Mircea y le pedimos que nos toque el alma con las manos vacías.

Y si no nos cura, al menos nos recuerda que todavía alguien está dispuesto a mirar nuestro dolor sin cobrar entrada.

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