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OCOYUCAN SANGRA, PERO NO LLORA

OCOYUCAN SANGRA, PERO NO LLORA


José Herrera

La noche cayó como un trago de aguardiente barato.
Y en Chalchihuapan, los perros no ladraban… gritaban venganza.

A Lorenzo Domingo N., alias El Mingo, lo conocían bien. No por sus virtudes, sino por su rutina: cobrarle “derecho de piso” al que vendía fruta, al que vendía tacos, al que apenas y sobrevivía con el sudor en la frente y el miedo en el bolsillo.

Pero anoche algo cambió.
No fue la luna, ni el gobierno.
Fue el hartazgo.

Una turba, con los puños cargados de rabia vieja y los ojos resecos de tanto esperar justicia, lo agarró y no lo soltó hasta que dejó de respirar.

Lo arrinconaron en una calle sin nombre, donde solo reinan los perros, los lamentos y los postes oxidados. Lo golpearon con lo que había: piedras, palos, palabras.
Y no lo soltaron, ni cuando llegaron las sirenas, ni cuando los paramédicos intentaron abrirse paso.
No lo soltaron.

Porque esa noche, en ese pueblo cansado,
la ley ya no era la Constitución,
era el grito colectivo de los que ya no tenían miedo.
Y ese grito mató a El Mingo.

No hubo detenidos. No hubo héroes.
Solo sangre en la tierra y silencio en el cielo.
Y un pueblo que, por fin, se sintió menos víctima, aunque sea por una noche.

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