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Aprendiendo a volar, primeros pasos

 

Aprendiendo a volar, primeros pasos

Si se practican deportes extremos debes tener plan de Seguridad Social

Por Rodolfo Herrera Charolet

 

Por definición, un deporte extremo es una danza macabra con el peligro, una actividad recreativa o deportiva que te mira a los ojos y te susurra: "Aquí puedes romperte el alma o algo peor". Implica riesgo, sí, pero también esa pulsión idiota por sentirte vivo, por desafiar la carne y el espíritu hasta que el cuerpo grita basta. Se necesita preparación, habilidad y un par de razones para justificar por qué alguien se lanzaría a esa ruleta rusa de emociones fuertes.

Pero, ¿sabes qué?

Nadie te cuenta que el verdadero deporte extremo no está en escalar montañas o saltar de aviones. No, señor. Está en tu propia casa, en ese campo minado que llamas hogar.

En México, las estadísticas te escupen una verdad incómoda: la mayoría de los accidentes, esos pequeños guiños de la muerte, ocurren dentro de las cuatro paredes donde duermes. Caídas, quemaduras, intoxicaciones, cortadas; el repertorio doméstico de la tragedia.

La cocina, ese altar sagrado del sustento, es el escenario de casi el 40% de estas carnicerías cotidianas. Escaleras, baños, habitaciones: trampas mortales disfrazadas de rutina. Productos de limpieza que te envenenan, superficies calientes que te marcan, cuchillos que te traicionan con un descuido. Y luego está la temporada decembrina, cuando las vacaciones convierten el hogar en un circo de desgracias, como si la Navidad trajera, además de luces y pavos, un aumento en la cuota de sangre.

Hablemos de los factores, porque siempre hay una lista para justificar el desastre:

La cocina: Un campo de batalla donde el 40% de los accidentes te recuerda que el fuego y los cuchillos no negocian.

Caídas: Escaleras, baños resbalosos, alfombras traicioneras. El suelo siempre está ahí, esperando su momento.

Intoxicaciones: Un trago accidental de cloro o una pastilla de más, porque la vida es un experimento químico.

Quemaduras: Sartenes ardientes, agua hirviendo, el descuido que te tatúa la piel.

Cortes: Cuchillos, tijeras, hasta una lata de atún te puede mandar al hospital si no le pones atención.

Y luego está mi propia historia, una más en el montón, pero con ese sabor agridulce de quien ha visto el abismo y regresó con un par de moretones. El pasado 7 de agosto, tras una cirugía que me dejó más cicatrices que respuestas, me condenaron al reposo. Reposo, esa palabra que suena a castigo para alguien como yo, que no sabe estarse quieto. Impaciente, decidí mover mi archivo y biblioteca, un cementerio de papeles y recuerdos que acumulé desde que Reagan era presidente y la gasolina costaba menos que un café.

Encontré recortes, notas, temas que algún día contaré, pero también media tonelada de material impreso, desde manuales de computadoras obsoletas hasta folletos de promesas políticas que nunca se cumplieron.

Manos a la obra, me puse a deshacerme de trastos. Plásticos, monitores, teclados, CPUs de reliquias como mi HP85C y mi Apple IIE, compradas en 1982, cuando todavía creía que la tecnología me iba a salvar. Todo eso lo apilé frente a mi puerta, un banquete para los pepenadores que recorren las calles como buitres modernos. Pero el martes 19 de agosto, el destino me tendió una emboscada. Olvidé un escalón, un miserable escalón en el descanso de la escalera.

Perdí el equilibrio, mi cabeza chocó contra el muro, y una caja de plásticos amortiguó mi caída, evitando que rodara escalera abajo como un costal. Pero al meter la mano izquierda, en un reflejo torpe, hice una pirueta digna de una película de serie B. Terminé en el suelo, con sangre en la cara, plásticos regados y un dolor que me recorría el brazo, la rodilla y el dedo gordo del pie izquierdo.

Mi esposa, bendita sea, corrió a socorrerme, con esa mezcla de pánico y resignación que solo los años de matrimonio te enseñan. Mis hijos menores, con el celular en la mano, ya estaban listos para marcar a la Cruz Roja. Los detuve. No porque sea valiente, sino porque ya conozco el sistema.

La Cruz Roja, esa institución que suena heroica, pero a veces tarda horas en aparecer, como me pasó el 13 de septiembre de 2005, cuando una úlcera me mandó a cuidados intensivos del ISSSTEP. Aquella vez, estaba en la Subsecretaría de Enlace Institucional y Participación Ciudadana de la SEGOB, a seis calles de la delegación de la Cruz Roja. Ni ellos ni la ambulancia del 911 llegaron. Falta de gasolina, de personal, de ganas. Qué sé yo. Así que no, llamar a una ambulancia no era opción.

Mi esposa me limpió la sangre de la cara y revisó mis signos vitales, mientras mi hijo, con la astucia de un MacGyver de barrio, improvisó una férula con cartón de una caja de Mercado Libre y cinta de aislar. La idea de ir a la Clínica 12 del IMSS ni siquiera la consideré. Ese lugar es un purgatorio donde esperas horas, entre cambios de turno y mentadas de madre, para que al final te digan que no hay medicamentos o que el equipo de rayos X está descompuesto. Te mandan al hospital de Cuautlancingo, donde puedes pasar un día entero en una banca, con la batita de hospital dejando tus vergüenzas al aire. No, gracias.

Opté por el ISSSTEP. Cruzar Puebla en 40 minutos, con el brazo latiendo y la cabeza dándome vueltas, parecía un plan más sensato. Y, contra todo pronóstico, funcionó. A las 2 de la mañana, salí con una férula y yeso en la muñeca, fractura de radio y cúbito confirmada. Tres chequeos de glucemia, tres dosis de insulina rápida, tres comidas de hospital que, en mi hambre y cansancio, me supieron a banquete. La atención fue rápida, cordial, humana. Nunca me dejaron solo, compartiendo el espacio con otros náufragos de la sala de urgencias.

Claro, los servicios privados están ahí, relucientes, para quienes pueden pagarlos. Pero para la mayoría de los poblanos, como yo, son un lujo inalcanzable, un boleto al paraíso que te cuesta un ojo de la cara. Hay quienes pueden darse ese gusto, como ciertas diputadas que no pisan el hospital público para no quitarnos nuestro lugar en la fila. Ellos, los de "otro nivel", ocupan cargos públicos porque, al parecer, no tienen nada mejor que hacer. Parásitos de nuestro sudor, viviendo de un sistema que nos exprime mientras ellos alzan la mano en el Congreso.

Y así, tras mi primera lección de vuelo sin alas y mis torpes pasos en el arte de caerme, entendí algo: lo mío no son los deportes extremos, mucho menos los domésticos. La vida ya es bastante complicada sin necesidad de buscarle más riesgos. Pero si algo me enseñó esa escalera traicionera, es que el verdadero peligro no está en las alturas ni en los abismos. Está en el escalón que no ves, en la rutina que te descuida, en el hogar que, irónicamente, te promete seguridad mientras afila sus cuchillos.

¿O no lo cree usted?



Dibujo: José Miguel Herrera

Agosto 20, 2025


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