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Gerardo Cortés: el narcopoder local en Cuautempan

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Gerardo Cortés: el narcopoder local en Cuautempan


Por Rodolfo Herrera Charolet / ePrensa
10 de mayo de 2025

La corrupción en México no se esconde: hace fiesta, levanta polvo, circula con placas oficiales. En Cuautempan, Puebla, la barbarie institucional tenía nombre y apellido: Gerardo Cortés Caballero. Alcalde prófugo, patrón de su propio feudo y, ahora lo sabemos, presunto cabecilla de una estructura criminal local que funcionaba desde la comodidad del palacio municipal.

La madrugada del viernes, mientras muchos dormían con miedo y otros con costumbre, elementos de la Fiscalía General del Estado, escoltados por la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA), la Marina (SEMAR) y la Secretaría de Seguridad Pública (SSP), irrumpieron en cuatro propiedades vinculadas al edil: casas, locales, bodegas. El saldo: armas, droga, cartuchos útiles y vehículos, algunos de ellos escondidos —con descaro de rey menor— dentro del auditorio municipal.

Sí, dentro del mismo espacio donde se celebraban actos cívicos, repartos de despensas, juntas de cabildo y hasta misas para pedir lluvia. Ahí mismo, tras cortinas y muros falsos, encontraron la otra liturgia del poder: paquetes con sustancia blanca, cajas con balas, autos sin papeles. Un altar al crimen bendecido por la impunidad.

Los informes oficiales —ese lenguaje que disfraza la podredumbre— indican que las propiedades cateadas eran utilizadas para “cobro de piso” a comerciantes, almacenamiento de mercancía robada a transportistas y distribución de droga. Cientos de reportes anónimos, ignorados durante años, se materializaron de golpe en una postal de horror: una red criminal operando a la vista de todos, con placas, sellos, actas de cabildo y sellos oficiales.

No se trataba de un simple alcalde coludido: Gerardo Cortés era, según la FGE, el eje operativo de la delincuencia en la región. Lo mismo extorsionaba con su gente a vendedores ambulantes (200 a 500 pesos para que no les quebraran el puesto), que ordenaba la retención de mercancía robada o la repartía en fiestas del pueblo como limosna del cacique.

Lo sabían todos. Lo sabían los regidores, lo sabían los policías, lo sabían los comerciantes. Pero el miedo y el negocio son hermanastros inseparables. El silencio fue cómplice. La costumbre, escudo. Las campañas políticas, circo de humo.

Ahora que los militares cargan cajas con evidencia y la prensa local se desangra en comunicados de “última hora”, la pregunta que flota —tóxica como polvo de bodega— es: ¿cómo se llegó hasta aquí? ¿Cuántos más gobiernan con las mismas prácticas? ¿Quién apadrinó a Gerardo Cortés? ¿Quién lo encumbró?

Porque los narcoalcaldes no nacen solos. Se forman con padrinos, con pactos de partido, con negociaciones a puerta cerrada. Son el retrato incómodo de una democracia que se ahoga en su propia mierda.

Mientras tanto, Cuautempan despierta entre rumores y recuentos. Hay quien dice que Cortés huyó días antes, advertido por alguien dentro de la Fiscalía. Otros creen que sigue escondido en las montañas, protegido por halcones con uniforme. Lo cierto es que el poder nunca se esfuma, sólo cambia de manos.

La tierra arde. Y huele a pólvora, a corrupción y a miedo.

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