La lengua no es un templo sagrado, ni un cadáver embalsamado que nadie puede tocar. Es más bien como una prostituta vieja: cambia con cada cliente, se adapta, sobrevive. No le importa la pureza, le importa que la entiendan. La gente habla como puede, como quiere, como le sale de las tripas. Y eso, aunque a muchos les joda, es lo que mantiene viva la cosa.
La lingüística no es un policía de la gramática. No va con la macana corrigiendo acentos ni disparando subjuntivos. La lingüística mira, escucha, anota. No dicta reglas eternas: describe cómo el lenguaje se retuerce, se deforma, se reinventa mientras la humanidad se emborracha, ama, miente y muere.
La Real Academia Española… esos viejos con trajes caros y libros polvosos no tienen más poder que el que les da el ego. No pueden decirle a un país cómo hablar, como tampoco pueden enseñarle a un perro callejero a bailar ballet. El idioma no es suyo, es de la gente que lo escupe todos los días en la calle, en los mercados, en los chats, en las cantinas.
Y no, decir “presidenta” no es un crimen contra la lengua ni una aberración del feminismo histérico. Es solo una palabra que nombra lo que hay: una mujer que manda. Así de simple. Las palabras no cambian lo que son las cosas, solo les ponen nombre. A algunos les arde el oído, como si la “a” final les pateara el hígado. Pero la lengua no pide permiso, se acomoda al mundo como el vino barato a la garganta del desesperado.
Si el pueblo mexicano empieza a decir “presidenta” sin tropezarse, sin burlarse, sin pensarlo demasiado, entonces “presidenta” es. El idioma va detrás de la vida, no al revés. Y si no te gusta, puedes encerrarte en tu biblioteca, abrazado a tu diccionario, mientras el mundo sigue girando, diciendo, cambiando, sobreviviendo.
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