Presidenta con "A"
La lengua no es un recinto sagrado ni una reliquia inerte cuya esencia deba conservarse intacta a toda costa. Antes bien, es una entidad viva, dinámica, profundamente moldeada por el uso social y cotidiano. Su permanencia no depende de una supuesta pureza normativa, sino de su capacidad de adaptación, de ser comprendida, de expresar con eficacia las realidades humanas. Quien habla, lo hace como puede, como quiere, como su experiencia vital se lo permite. Y en esa diversidad, en esa espontaneidad, reside precisamente la vitalidad del idioma.
La lingüística, en consecuencia, no es un aparato normativo encargado de sancionar usos “correctos” o “incorrectos”. No actúa como una fuerza policial que reprende desvíos gramaticales ni impone criterios inmutables. Su función es descriptiva, no prescriptiva. Observa, registra y analiza los modos en que la lengua se transforma con la vida misma: cuando se ama, se miente, se ríe, se sufre o se canta.
Instituciones como la Real Academia Española, por más historia o prestigio que acumulen, no poseen el poder absoluto para determinar cómo debe hablar un pueblo. Su autoridad es simbólica y consultiva, no coercitiva. Pretender que un órgano colegiado dicte las formas del habla real es tan improbable como intentar domesticar el lenguaje que circula en los mercados, en las redes sociales o en las conversaciones callejeras. El idioma no pertenece a las instituciones; pertenece a quienes lo usan cada día.
En este contexto, utilizar la palabra presidenta no constituye una afrenta al idioma ni un desvarío ideológico. Es, sencillamente, el reflejo lingüístico de una realidad social: una mujer ejerce la presidencia. Nombrarla en femenino no subvierte el idioma, lo actualiza. Las palabras no distorsionan la realidad; la nombran. Que algunos sientan incomodidad ante esta evolución no detendrá el curso natural del habla.
Si el pueblo adopta un término y lo usa con fluidez, sin burlas ni sobresaltos, entonces ese término forma ya parte de la lengua viva. La gramática no dicta la realidad: la sigue. Y si hay quienes no se sienten cómodos con estos cambios, pueden refugiarse en la contemplación nostálgica de diccionarios antiguos, mientras la lengua —como la vida— sigue su camino: cambiante, abierta, irreverente, profundamente humana.
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