La espera de Doña María: un adiós en la banca de la CAPU
En la Central de Autobuses de Puebla, la CAPU, donde el bullicio de los motores y las despedidas nunca cesa, María de Jesús Mundo, a quien todos conocían como Doña María, tejió su vida en una espera que duró tres años. Sentada en una banca de aluminio, con un sarape raído como cobija y un cartón como lecho, esta mujer de 80 años, de rostro curtido por el tiempo y la soledad, convirtió la sala de espera en su hogar. Día tras día, sus ojos escudriñaban el horizonte de viajeros, buscando el rostro de Alma, su hija, o de alguno de sus otros dos hijos, Víctor Manuel o Marina Guadalupe, que un día la dejaron allí, en esa terminal que olía a diesel y promesas rotas.
Doña María, con su pierna hinchada y su vejiga traicionera, vivía de la caridad de los desconocidos. Cantaba rancheras con una voz quebrada por el dolor, pero firme en su esperanza, recolectando monedas que le alcanzaban para un refresco, un pañal, o un baño en un hotel cercano. Su figura, encorvada por los años y el peso de la ausencia, se volvió parte del paisaje de la CAPU. Los taxistas, los vendedores, los policías, todos la conocían. “Ahí está la abuelita, esperando a su hija”, decían, con una mezcla de ternura y lástima.
El escritor Rodolfo Herrera Charolet, con su pluma afilada y su corazón sensible, denunció en sus escritos la tragedia de Doña María, esa madre abandonada que, como tantas otras, cargaba en su espalda el desamparo de un país que olvida a sus ancianos. “María de Jesús es un grito mudo contra la indiferencia”, escribió, señalando cómo la sociedad miraba de reojo su dolor, sin detenerse a sanarlo. Él narró cómo María, originaria de la Ciudad de México, llegó a Puebla hace 38 años, vivió en Tehuacán y luego en Cuautlancingo, hasta que un desalojo la dejó sin nada más que su fe en un reencuentro.
María no quería albergues, no quería caridad institucional. Rechazó al DIF, que intentó llevarla a un refugio, porque su corazón estaba anclado a esa banca, a esa promesa de su hija Alma: “Mamá, regreso por ti”. Pero Alma, según se supo después, había muerto años atrás, intentando cruzar la frontera hacia el sueño americano, un secreto que María nunca conoció. Su espera era un acto de amor ciego, un ritual de resistencia contra el olvido. “Tarde o temprano, sé que va a pasar por mí”, decía, aferrada a su bolsa de plástico donde guardaba sus pocas pertenencias: un vestido gastado, un peine, y la ilusión de un abrazo que nunca llegó.
La noche del 24 de julio de 2025, la CAPU se quedó en silencio por un instante. Doña María, sentada en su banca, ya no cantaba, ya no miraba a los viajeros. Su cuerpo, inmóvil, alertó a los trabajadores de la terminal. Los paramédicos de la Cruz Roja llegaron, pero no había nada que hacer. María de Jesús Mundo, de 80 años, había muerto por causas naturales, sola, en el mismo lugar donde había esperado durante tres años. Cuatro hombres la levantaron en una manta blanca, como si cargaran un relicario frágil, y su cuerpo fue llevado al Servicio Médico Forense, al sur de la ciudad, donde permaneció cinco días, en un frío que contrastaba con el calor de su esperanza.
Herrera Charolet, en una de sus crónicas, lamentó que la historia de María reflejara el abandono de tantas madres, de tantos cuerpos que se vuelven invisibles en la vorágine de la vida moderna. “Doña María no solo esperaba a sus hijos, esperaba que alguien, cualquiera, le devolviera la dignidad”, escribió, haciendo eco de la indignación de una ciudad que, aunque conmovida, no pudo salvarla.
Y entonces, cuando parecía que María se desvanecería en una fosa común, llegó ella. Su primogénita, cuya identidad no se reveló, viajó desde Cuernavaca para reclamar los restos de su madre. La noche del 29 de julio, tras 120 horas de trámites y burocracia, el cuerpo de Doña María fue entregado. Fue un reencuentro tardío, no en la banca de la CAPU, sino en el silencio del anfiteatro municipal. La hija, con los ojos llenos de un dolor que no explica el tiempo, identificó a su madre y asumió la tarea de darle cristiana sepultura. María, al fin, dejó la terminal, no de la mano de Alma, como soñaba, sino en los brazos de una hija que llegó cuando ya no había espera posible.
En su última crónica, Herrera Charolet escribió: “María de Jesús Mundo no murió sola, murió acompañada de su esperanza, esa que nunca la abandonó”. Y así, en la Puebla de los ángeles rotos, la abuelita de la CAPU se convirtió en un símbolo de amor inquebrantable, de abandono y de una ciudad que, aunque tarde, no la dejó ir sin un adiós.
Doña María, con su pierna hinchada y su vejiga traicionera, vivía de la caridad de los desconocidos. Cantaba rancheras con una voz quebrada por el dolor, pero firme en su esperanza, recolectando monedas que le alcanzaban para un refresco, un pañal, o un baño en un hotel cercano. Su figura, encorvada por los años y el peso de la ausencia, se volvió parte del paisaje de la CAPU. Los taxistas, los vendedores, los policías, todos la conocían. “Ahí está la abuelita, esperando a su hija”, decían, con una mezcla de ternura y lástima.
El escritor Rodolfo Herrera Charolet, con su pluma afilada y su corazón sensible, denunció en sus escritos la tragedia de Doña María, esa madre abandonada que, como tantas otras, cargaba en su espalda el desamparo de un país que olvida a sus ancianos. “María de Jesús es un grito mudo contra la indiferencia”, escribió, señalando cómo la sociedad miraba de reojo su dolor, sin detenerse a sanarlo. Él narró cómo María, originaria de la Ciudad de México, llegó a Puebla hace 38 años, vivió en Tehuacán y luego en Cuautlancingo, hasta que un desalojo la dejó sin nada más que su fe en un reencuentro.
María no quería albergues, no quería caridad institucional. Rechazó al DIF, que intentó llevarla a un refugio, porque su corazón estaba anclado a esa banca, a esa promesa de su hija Alma: “Mamá, regreso por ti”. Pero Alma, según se supo después, había muerto años atrás, intentando cruzar la frontera hacia el sueño americano, un secreto que María nunca conoció. Su espera era un acto de amor ciego, un ritual de resistencia contra el olvido. “Tarde o temprano, sé que va a pasar por mí”, decía, aferrada a su bolsa de plástico donde guardaba sus pocas pertenencias: un vestido gastado, un peine, y la ilusión de un abrazo que nunca llegó.
La noche del 24 de julio de 2025, la CAPU se quedó en silencio por un instante. Doña María, sentada en su banca, ya no cantaba, ya no miraba a los viajeros. Su cuerpo, inmóvil, alertó a los trabajadores de la terminal. Los paramédicos de la Cruz Roja llegaron, pero no había nada que hacer. María de Jesús Mundo, de 80 años, había muerto por causas naturales, sola, en el mismo lugar donde había esperado durante tres años. Cuatro hombres la levantaron en una manta blanca, como si cargaran un relicario frágil, y su cuerpo fue llevado al Servicio Médico Forense, al sur de la ciudad, donde permaneció cinco días, en un frío que contrastaba con el calor de su esperanza.
Herrera Charolet, en una de sus crónicas, lamentó que la historia de María reflejara el abandono de tantas madres, de tantos cuerpos que se vuelven invisibles en la vorágine de la vida moderna. “Doña María no solo esperaba a sus hijos, esperaba que alguien, cualquiera, le devolviera la dignidad”, escribió, haciendo eco de la indignación de una ciudad que, aunque conmovida, no pudo salvarla.
Y entonces, cuando parecía que María se desvanecería en una fosa común, llegó ella. Su primogénita, cuya identidad no se reveló, viajó desde Cuernavaca para reclamar los restos de su madre. La noche del 29 de julio, tras 120 horas de trámites y burocracia, el cuerpo de Doña María fue entregado. Fue un reencuentro tardío, no en la banca de la CAPU, sino en el silencio del anfiteatro municipal. La hija, con los ojos llenos de un dolor que no explica el tiempo, identificó a su madre y asumió la tarea de darle cristiana sepultura. María, al fin, dejó la terminal, no de la mano de Alma, como soñaba, sino en los brazos de una hija que llegó cuando ya no había espera posible.
En su última crónica, Herrera Charolet escribió: “María de Jesús Mundo no murió sola, murió acompañada de su esperanza, esa que nunca la abandonó”. Y así, en la Puebla de los ángeles rotos, la abuelita de la CAPU se convirtió en un símbolo de amor inquebrantable, de abandono y de una ciudad que, aunque tarde, no la dejó ir sin un adiós.
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