Temporada de Calaveras
Sombras de Cartón y Billetes en el
Valle de las Catrinas
Rodolfo Herrera Charolet
Ah, Atlixco, ese rincón poblando
donde las flores se pudren con gracia y las calaveras sonríen como ficheras en
un bar de medianoche. Llegué el primer viernes de octubre, con la lluvia
escupiendo sobre el zócalo, a causa del mal tiempo que provocó Priscillia, como
si el cielo mismo estuviera resacoso, y allí estaban ellas: las catrinas,
erguidas como viejos amantes traicionados, de seis a ocho metros de pura ironía
esquelética.
La quinta edición del Valle de
Catrinas 2025 acababa de arrancar, y el aire olía a cempasúchil mojado, a
pólvora de cohetes baratos y a esa esperanza terca de los vivos que montan
altares para invitar a los muertos a la fiesta.
Ariadna Ayala, la alcaldesa con ojos
de quien ha visto demasiados presupuestos, cortó el listón con tijeras que
brillaban bajo las luces LED, murmurando algo sobre tradición y proyección
internacional.
Yo, con un cigarro imaginario entre
los dedos –porque en estos tiempos hasta el humo es pecado–, me pregunté si las
ánimas bajarían a ver el show o si se quedarían arriba, riéndose de nosotros
por gastar en cartón lo que podrían beber en tequila.
Caminé por el Cerro de San Miguel
primero, jadeando un poco porque la altitud en Atlixco te recuerda que estás
vivo, y la catrina tortillera me miró desde su pedestal, metate en mano, como
si estuviera amasando el último pan para un banquete eterno. Seis metros de
hueso y pintura, hecha por un artesano local que probablemente cobra migajas
por cada puntada, pero que ahora posa para selfies de turistas con cámaras
caras.
Bajé al Parque del Ahuehuete, donde
la organillera giraba con un chirrido mecánico que sonaba a órgano de iglesia
profanada, su falda de volantes ondeando como promesas políticas en la brisa.
La gente se agolpaba, niños chillando, parejas besándose a medias, y yo pensé
en lo absurdo: honramos a los muertos con figuras que bailan solas, mientras
los vivos se emborrachan en fondas cercanas, fingiendo que la muerte es solo un
disfraz, algo tan pasajero que ocurre una sola vez en la vida.
En el Molino de San Mateo, la
marchanta me tendió una fruta espectral, invisible pero cargada de jugo que
goteaba en mi mente, y el bolero se agachaba como un viejo arrepentido, cepillo
en hueso, listo para lustrar zapatos que ya no caminan. Oficios tradicionales,
los llaman: ferrocarrilero silbando trenes fantasmas, tejedora tejiendo redes
para atrapar almas errantes, panadero horneando bollos para el más allá. Doce
proyectos ganadores de una convocatoria abierta, seleccionados de entre
docenas, todos atlixquenses que convierten alambre y papel en monumentos a lo
que fuimos.
De 2021, con cinco catrinas tímidas,
a esto: 22 en total, 14 clavadas en el mapa local como estacas en un corazón
vampírico, y ocho más emigrando a Los Ángeles, París, Bogotá –llevando el alma
de Puebla a plazas donde nadie sabe qué carajo es un tlachiquero o un jimador,
pero pagan por la foto.
Y luego está "Catrinia",
esa novedad del sector privado que huele a boleto y subsidio disfrazado. En el
Centro de Convenciones, carros alegóricos rodando como sueños febriles, danza
aérea de cuerpos que flotan como fantasmas en ayunas, teatro que susurra
secretos de difuntos. Boletos a 30 pesos para los locales –un gesto, un hueso
para los perros–, hasta 800 para los que vienen de la capital con tarjetas de
crédito.
Yo pagaría por ver a una catrina
bailando salsa con un globero, pero en cambio, me senté en una banca del
zócalo, viendo cómo la lluvia lavaba el maquillaje de las figuras, y pensé en
los millones. Doscientos millones de pesos, estiman las autoridades, cayendo
como maná sobre hoteleros con habitaciones llenas de ronquidos turísticos,
restauranteros sirviendo moles que saben a olvido, artesanos vendiendo
calaveritas de azúcar que se derriten antes que los recuerdos.
Esos millones, son el verdadero
altar. Justifican cada catrina como un ladrillo en una pirámide de billetes,
una oportunidad que la pintan calva –esa fortuna ciega y caprichosa, de
calaveras a calaveras– no podría rechazar.
De calaveras humildes en un panteón
de pueblo a calaveras globales en Times Square, Atlixco convierte la muerte en
negocio, y no hay pecado en eso. Es la vida, después de todo: honras a los que
se fueron con figuras que se pagan con lo que queda de los vivos.
Caminé hasta la colonia Cabrera,
campos de cempasúchil ondulando como un mar naranja bajo la luna, y la
floricultora catrina me guiñó un ojo hueco. "Ven", pareció decir,
"la muerte paga bien este año". Y yo, con el bolsillo un poco más
ligero y el alma un poco más llena, seguí caminando, porque en Atlixco, incluso
los muertos saben cómo hacer que el dinero baile.
Pero si Atlixco es el rey de las
catrinas con su desfile de esqueletos bien vestidos y bolsillos repletos, allá
en Zacatlán, otro Pueblo Mágico encaramado en la sierra como un borracho
aferrado a su botella de sidra, la cosa pinta agridulce, con más agua que
gloria y facturas que flotan como hojas muertas. Bajo el puño de José Luis
Márquez, ese edil con currículum de diputado y funcionario que ha visto más
auditorías que misas, se armó una alfombra floral para la Feria de los Muertos
que salió del erario como si fuera agua de manantial: dinero público gastado a
empresa que también es fantasma, en pétalos y aserrín teñido de cempasúchil, un
tapiz dedicado a Posada que prometía ser el corazón de la fiesta desde finales
de octubre.
Pero la lluvia eterna de Zacatlán,
esa amante traicionera que llueve la mitad del año y moja el resto, la borró en
un parpadeo, dejando un lodazal que lució menos que un suspiro de difunto, un
charco donde los turistas chapotean decepcionados y los locales mascullan sobre
el despilfarro. Desfiles de catrinas empapadas, concursos de chilacayotes que
se pudren antes del premio, y una carrera nocturna que parece más un patinaje
sobre hielo que un homenaje a las ánimas –todo bajo nubes que no discriminan
entre vivos y muertos.
Esperemos que este 2025, con la ahora
alcaldesa y esposa de Márquez, ahora al mando –esa misma que ya sabe cómo
bailar el vals de los presupuestos y como justificar un "moche", arte
y fraude cultural que sale más caro que un mole de olla– las cosas sean menos
caras y más sinceras, porque en Zacatlán, la muerte llega con manzanas, pero si
el erario se gasta en alfombras que se disuelven, hasta las calaveras se
quejarán del precio del entierro.
Yo, por mi parte, me quedo con
Atlixco: al menos aquí, las catrinas no se deshacen antes de cobrar el boleto.
¿Y en el pueblo mágico de Cholula?
¿Serán danzantes prehispánicos o calaveras tomándose selfies? Pronto les narraré
esa historia.
¿O no lo cree usted?


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