El infierno tiene nombre: El Amate
por José Herrera
Yudiel Flores, alias El Coyote con Sentido, decía que desenmascaraba a los corruptos desde su trinchera de youtuber. Tenía un canal, una voz y una cámara, pero también una celda con cerrojo y un expediente que no dejaba lugar a la redención. No era un héroe ni un mártir: estaba sentenciado por trata de personas, pornografía infantil, explotación sexual y violación de una menor con autismo. Más de cien años tras las rejas. Si el infierno tiene direcciones físicas, una de ellas es el penal de El Amate, Chiapas.
Su muerte ―un cadáver colgado de la celda, los ojos abiertos y las marcas en el cuello que gritaban "esto no fue un suicidio"― destapó una cloaca. Porque lo de adentro era peor que lo de afuera. No justicia poética, sino pozo séptico. No redención, sino repetición del crimen. Yudiel, se dice, participaba dentro del penal en la misma red de pornografía infantil por la que fue encarcelado. Pero no lo hacía solo. Lo ayudaban. Lo cubrían. Lo dejaban hacer.
El Amate era, y quizá es, un mercado de carne infantil con muros altos y custodios comprados. Según la Fiscalía, cuatro trabajadores del penal ―Luis Miguel N., José Avelino N., Miguel Ángel N. y Óscar Antonio N.― facilitaban el ingreso de menores al reclusorio. No por visitas, no por error. Los pasaban como mercancía viva para alimentar los apetitos podridos de internos y funcionarios. Christian, cómplice de Flores, era el encargado de introducirlos. ¿Y quién lo detenía? Nadie. Porque quienes debían custodiar vigilaban otras cosas: el flujo de dinero, la complicidad, el silencio.
El sistema penitenciario mexicano no busca rehabilitar a nadie. Las cárceles no son escuelas ni clínicas: son zoológicos humanos sin jaulas separadas. Y lo que ocurre adentro es un espejo de lo que pasa afuera, solo que sin cámaras y sin derechos. Drogas, armas, celulares, cobros por protección. Crímenes cometidos a la sombra del Estado. Algunos reos delinquen porque pueden, otros porque los dejan. Y algunos porque los mandan.
Entonces, ¿para qué sirven las cárceles? ¿Quién vigila al que vigila? ¿Quién limpia la podredumbre cuando los que deberían hacerlo están embarrados hasta el cuello? A veces no hace falta tener una respuesta. Basta con mirar. Basta con saber que dentro de los muros de El Amate, menores de edad entraban con vida y salían rotos. Si salían.
Dos días después de que el cuerpo de Flores apareciera inerte, alguien filtró un video. Él, mirando a la cámara con una mezcla de miedo y derrota, acusaba al director del penal, al subdirector y a otros funcionarios de haberlo obligado a participar en esa red. También dijo que temía por su vida. Fue su testamento. Ahora Pascual N., director del penal, está prófugo. Y nadie sabe si ese video fue confesión o último suspiro.
Flores no merecía un altar, pero tampoco un asesinato encubierto. Su muerte no borra su historia, pero sí revela otras. Y esas historias, las de los niños, las de los cómplices, las del sistema que permite todo, esas son las que importan.
Mientras tanto, en México, miles siguen encerrados sin juicio, sin defensa, sin culpa comprobada. Inocentes pagando condenas invisibles, mientras los verdaderos monstruos ―los de uniforme y cargo público― siguen firmando nóminas y autorizando visitas.
El infierno no está en otro plano. Tiene ficha en el Registro Civil, actas firmadas, sellos oficiales. Y en Chiapas, se llama El Amate.
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